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Cisnes negros no más, gracias.
Un general confederado de Big Sur, de Richard Brautigan

Por Unai Velasco Quintela

Cuenta Richard Brautigan que el año en que murió Augustus Mellon, general confederado en la Guerra Civil Americana, fue el mismo que vio pasar al cometa Halley y que lamentara la muerte de Mark Twain?. Esta es la primera marca de un discurso plenamente irónico. El general Mellon fue más bien un cobarde, un desertor que puso los pies en polvorosa pero tuvo tiempo suficiente para robarle las botas a un compañero caído y humillar su cadáver. Su muerte en 1910, alejado del campo de batalla, casi cincuenta años después, tiene poco de épica, y si con algo coincide es con el depósito de la enésima capa de polvo en los anales del conflicto. Aquí, en la suspensión de la epopeya, es donde arranca y crece Un general confederado de Big Sur. La primera novela publicada por Brautigan en 1964 narra la amistad y las andanzas de Jesse, joven narrador, y un carismático personaje llamado Lee Mellon en la California de principios de los sesenta. El encuentro entre ambos personajes comienza con la invocación por parte de Lee de las hazañas de su ancestro Augustus, héroe familiar de sobremesa, y a partir de ahí las peripecias de la pareja se sucederán bajo el signo de sus andanzas. Pero esta no es una novela sobre generales confederados, sino una historia desmitificadora acerca de los destinos de la Beat Generation?. A través de la pareja, trasunto quizá de la dupla Cassidy?-Kerouac en On the Road (1957), Brautigan desgrana irónicamente algunos de los lugares comunes exaltados por la literatura beat en la década de los cincuenta. La referencia a Augustus Mellon es la clave de toda la enunciación irónica del libro. Las aventuras beatnik de Lee Mellon pueden leerse como una reescritura de la épica fallida de su antepasado, y de ahí como una desacreditación, por lo menos parcial, de las virtudes beat. De un modo u otro, la prensa del momento vio en la novela una revisión crítica del espíritu de la década anterior. La Saturday Review? habló de «comedia de desafiliación» generacional, aunque consideró que se trataba de una sátira más voluntaría que ejecutiva. Esto podría deberse a la posición del propio Brautigan, un autor que generalmente se suele enmarcar en las filas de la llamada Second Beat Generation, junto a nombres como Dylan?, Leary? o Kesey, que son el puente entre la nueva actitud vital que significan los beats y la explosión contracultural de los sesenta. Si bien Brautigan no pertenece al núcleo de escritores que se conocieron en Nueva York a finales de los cuarenta, este llegó a San Francisco en 1954 (lugar de desarrollo de la generación) y participó activamente de su emergencia cultural, realizando lecturas poéticas en el circuito de clubes. Es desde esa posición, próxima pero no inmediata, desde donde nos llega Un general confederado. Con el tiempo, la primera obra de Brautigan se ha llegado a comparar con El gran Gatsby, por el diagnóstico que ofrece de la última década, del mismo modo que la novela de Fitzgerald es una indagación en el contexto de los años veinte.

Para entender Un general confederado como una posible crítica, hay que tener en cuenta el rol que habían adquirido los beatniks a finales de los cincuenta. La publicación de Howl y de On the Road en 1956 y 1957 marca el momento de absorción del vanguardismo por parte de la cultura mainstream que representaban ciertos medios de comunicación: la atención de publicaciones como el New York Times o la Partisan Review, la aparición de Kerouac en el Steve Allen Show o el seguimiento de Ginsberg? por parte de la revista Life. La industria editorial echaría un cable para crear esta nueva situación: la publicación en los sesenta de libros como el Beat Generation Cookbook o la Pocket Guide to Beat Watching dan buena cuenta de ello.

¿Pero cuáles son los puntales que cuestiona Brautigan? Ante todo, la novela no es tanto una crítica como una parodia. Tanto el contexto personal del autor, a medio camino entre dos generaciones distintas, como el procedimiento irónico del libro (el humour, que diría Twain) implican un distanciamiento significativo, que excluye la crítica sin ambages. Se entiende así, por falta de perspectiva, el malestar del articulista? de la Saturday Review, que casualmente era editor del San Francisco Chronicle: «A lo largo de toda la novela existe la promesa de que emergerá una sólida sátira de la literatura beat». Pero no hay promesa alguna, no puede haber crítica emergida, sino detenida en la emergencia; precisamente porque el recurso irónico exige un tratamiento subcutáneo, muchísimo más interesante, ambiguo y habilidoso. Como cuenta Twain en su ensayo sobre el humor norteamericano de 1897, How to tell a story: «The humorous story is told gravely; the teller does his best to conceal the fact that he even dimly suspects that there is anything funny about it». La sátira no puede ser sólida, sino pulposa, escurrida en el texto; ironía, sátira no.

¿Nuevamente, entonces, cuál es el objeto risible en Un general confederado? Por lo menos a simple vista se me ocurren cuatro lugares beatnik revisitados: el sexo, las drogas, el viaje y el modo de vida.

La crítica al american way of life y sus hábitos materialistas tiene su correlato paródico en la cabaña donde vive Lee Mellon y en las alusiones a la wilderness. Viene a la mente, disparado, el Walden de Thoureau y sus alabanzas de la vida en el bosque, tan gratas a los beatniks:

¡Anímate, listillo! Todavía te queda el viejo Lee Mellon y su cabaña esperándote aquí en Big Sur. Una buena cabaña. Está sobre un acantilado que da al Pacífico.

Sin embargo, la cabin de Mellon es en realidad el hogar de lo inhabitable. Un par de ejemplos:

—Cuesta un poco acostumbrarse a eso —dijo Lee Mellon señalando el techo de metro cincuenta de altura.

o este otro,

Lee Mellon estaba reclinado contra la pared de madera, que era la única pared de la que te podías fiar.

Aquí el hombre no es, precisamente, la medida de las cosas, y no hay servicio de comunión con la naturaleza.

La idea del viaje también se resiente. El viaje tal y como queda definido en On the Road como predisposición al cambio, a la vida intrépida, y su lectura espiritual como superación del quietismo moral e intelectual americano. El viaje es la búsqueda de otra realidad nueva, visionada, que siempre está más allá. Aquí Brautigan es especialmente irónico. En el capítulo titulado «Los Ritos del Tabaco», Jesse nos narra el itinerario mítico de Lee Mellon para ir a buscar tabaco. Lo que se presenta como un camino ceremonioso, espiritual, un Rito, es en realidad un episodio intercalado entre la pereza, la estulticia y el delirio más absurdo:

Como si fuera una especie de Núñez de Balboa, Lee Mellon buscaba colillas de cigarrillo por las orillas del Mundo Occidental, y a lo largo de los ocho kilómetros de vuelta hasta nuestra casa, y encontraba aquí y allá a los marginados del reino del tabaco.

Por cierto, uno de los mejores capítulos del libro, con solo dos páginas.

En cuanto al sexo y las drogas, ambas cosas cumplieron una función mediática para los beatniks. La práctica sexual liberada y la sugestión por drogas fueron formas de precipitación del viaje: indagación perceptivocognitiva o superación de unas costumbres empolvadas. El matrimonio místico del sexo y el cannabis aquí se resuelve en la pareja impotencia y colocón, mucho menos teleológica, aunque más cutre y desnortada: ”Fumamos cinco o seis porros . No había manera de tener una erección”.

O más claro:

—Pobrecillo —dijo—. Estás tan colocado que no puedes hacerlo. Ése es tu problema, que te va demasiado la hierba.

¿Quiere decir eso que Brautigan condena el sexo, las drogas, el viaje espiritual y los modos de vida beatnik? No lo creo, para nada. Pero sí hay una desmitificación importante y una rebaja de su trascendencia. Hay una sustitución de unos modos de la religiosidad por unos modos de lo lúdico. La fiesta beatnik es una fiesta sin dios. Las formas politizadas, ahora, son formas estrictamente festivas que se desplazan del manifiesto ideológico hacia las formas del texto, pura fruición. En efecto, Brautigan explota ciertas ideas de los cincuenta, pero les asigna un rol nuevo, la celebración de la inventiva y el discurso. La propia novela es un pequeño discours du récit alcoholizado, en la senda disparatada y poética del surrealismo o la piñata dadá, que había penetrado ya en la generación beat a través de la figura difusora de Phil Lamantia?. A las influencias directas de San Francisco, Brautigan suma las formas y personajes del episodio picaresco anglohispánico (la titulación cervantina o el divertimento tipo Sterne) y lo mezcla con la concisión de Hemingway o los maestros del haiku (como Kerouac, Brautigan también tanteó el haiku en June 30th, June 30th).

He aquí, quizá, un beatnik por sí, en sí y para sí. Por puro placer. Y eso, a día de hoy, cuando Darren Aronofsky todavía sigue erre que erre con la fábula del artista trapecista trascendente, es un alivio.

Hermano Cerdo: Revista de Literatura y Artes Marciales?
Marzo 2011
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